A la última función celebrada en la sala
Triángulo vinieron 63
personas de público, una gran diferencia con el jueves anterior al que sólo
acudieron 12. Que fuera el último día y que había salido unos días antes una
buena
crítica en El País hizo su efecto. En total han asistido a
Triángulo
392 personas que, repartidas entre los 11 días de representación que hemos
tenido en esta sala, da una media de 35 espectadores y medio por función. Hay
que decir que algunos de ellos fueron repetidores, así que serían en verdad
unos 370 (aunque uno no es siempre el mismo). No está nada mal habiendo sido
los días de actuación primero los domingos y después los jueves -siempre a las
20:30- (ambos son días difíciles para que acuda el público y más con la que
está cayendo). Uno de tantos fue Agustín: allí se sentó, en la primera fila, en
la butaquita del centro de entre las tres que son, al lado izquierdo del
pasillo según se miran desde el escenario, a su mano derecha: aquella,
caliente, que tuve cogida ente las mías, en el hospital aquel, el día de antes.
Cuatro besos te planté en la frente -también tan dulcemente caliente- antes de
irme: -
Otro día vengo a verte, ¿vale? Y con esa sonrisa tan ¿tuya?,
asintiendo, me despediste; otro de ellos fue una niña que tosía mucho y mucho
durante la representación, a tal punto que tuve que parar en medio de un
parlamento muy sentido a ver si alguien de entre el público llevaba un
caramelito para darle, no se nos ahogara; también vino un programador que no
nos programó y un fotógrafo que con su ojo me disparó; algún que otro amigo; mi
padre y cuatro o cinco familiares; vino también alguna gente de la tertulia... Y
viandantes, con los que me crucé, a los que repartí papelitos o versos por las
calles; otros cuantos no los sé, pues eran unos bultos negros y callados en el
patio de butacas con la sabia habilidad de hacerse sentir sin distinguir.
Algunos se perdieron, otros no pudieron, los hay que no quisieron pero también
que repitieron. Desde detrás del telón, cada día, al dar la entrada, allí, agazapada,
me gustaba veros entrar. Cada uno a su ritmo: más decididos, más despistadillos…
¡Había días que erais muy ruidosos!, otros, sin embargo, cautelosos.
Generalmente vuestros gestos eran torpes hasta acomodaros, pero una vez
instalados, comentados y desconectados, después del silencio que se hace tras esa
última cremallera de un bolso que se cierra, acudíais emocionados a contemplar la
espera en el vacío de la escena. Y de ese momento hoy vengo a contaros.